A las seis de la mañana Claudio despertaba —aunque lentamente— deshaciéndose de legañas y sábanas para entrar en el coche.
No, entrar no.
Reinicio cuento.
A las seis de la mañana Claudio despertaba —aunque lentamente— en el coche, deshaciéndose de legañas.
Cero sábanas, nada de sábanas. Lo de las sábanas olvídenlo, pues por supuesto… ¿Qué clase de coche tendría sábanas?
Respondan: ¿Qué clase de coche tendría sábanas? ¡Respondan!
¡No!
Mejor no lo hagan. Era una pregunta retórica. No respondan, que son muchos…
Lo sé. Ustedes seguramente conozcan a alguien —o al conocido de alguien— que tenga sábanas en el coche, pero no me interesa. Por ser sincero, me da completamente igual. Como si tienen un rinoceronte negro, o la mismísima selva tropical en el maletero. ¿No os dais cuenta de que vuestra vida me da igual?
El caso es que Claudio en su coche no tenía nada de eso, por lo menos aquel martes 3 de febrero a las seis de la mañana.
Retomemos el segundo inicio, que a este ritmo no avanzamos:
Un peugeot 205 gti, rojo, con maletero, dos puertas, ventanas, tubo de escape, cinturones, motor, radio, asientos, volante, cambio de marchas y cuatro ruedas —como verán no soy el mayor experto en coches—, aparcado en un descampado en medio de ‘atomarporsaco’.
—Dirán: ¿Importa algo aquello? Pues poco, en verdad, pero, si algo no importa… ¿Que más da hacerlo o no?
—¡Silencio!
No os quejéis, pesados, no os quejéis… Sé que os interesa saber el final. En su momento os lo contaré, pero primero lo resumiré un poco:
Un martes, a las seis de la mañana, peugeot rojo (de cuatro ruedas) y Claudio despertándose, sin sábanas, ni rinocerontes, pero con legañas.
Suficiente por hoy. Tengo hambre.