Un día te despiertas y hundes tus fauces en la piel de la tierra
y dejas caer el cubo en el pozo
y le buscas la profundidad a una mirada
e investigas en el milagroso ritmo de tu pulsación
y tratas de hallarle el pincelado a los colores
y observas a un niño jugar con la arena y sus juguetes de plástico
hasta que te cierran la puerta en las narices
y tus uñas en la tierra se pudren
y el cubo cae contra el fondo rugoso del pozo
y la profundidad de la mirada que te hipnotiza cierra sus párpados
y el niño que jugaba en la arena se escapa en el Lange Rover de sus padres
y el pincelado de colores cae en oscuridad
y el ritmo de tu pulsación se acelera
y sales de tu casa para tomar el aire
y los nervios te pueden
y las ansias vivas te matan por dentro
porque ya no queda agua en el pozo del que sacas tus ideas
y toda belleza se te niega
pero tú te niegas
y sigues caminando
porque quieres seguir caminando
y porque quieres glaciares
-porque tú
quieres
malditos
glaciares-
o desiertos
o tormentas veraniegas
y tensión en el aire
y electricidad en la madera
y granizo en primavera
y lo quieres todo junto
y lo quieres todo
porque te nutre.
Tú sales a dar un paseo ese día
y ya ni escuchas la melodía de los pájaros
ni los cubiertos de las terrazas chocar contra las mesas
y la rima de los verbos de algún profeta te parecen crudos
y burdos
intrínsecamente innecesarios
desvirtuados por tu derrota.
En aquel paseo te dices a tí mismo:
No hay agua en el pozo.
No hay profundidad en la mirada.
Aquí no hay
nada.
Los libros que antes abrías y te llenaban de luces
y te hacían clavar las fauces en la arena
y desear glaciares
desiertos
tormentas veraniegas
te parecen absurdos
más palabrerías
errores nefastos
pérdidas de tiempo
que no nutren
ni nutrirán
porque nada nutre
y nada te nutre.
Ese día.
Ese mismo día en el que tus uñas quedaron clavadas en la arena para pudrirse
y tú te fuiste indignado
un pájaro sale de su nido
canta una rima
rima un canto
y despacio muere
cayendo de la rama en la que posaba
al suelo
en frente de tus narices
mientras tú dabas tu paseo
y sin soltar sonido alguno te habla desde el silencio
para que no olvides
y escuches
las únicas palabras que aún te podían hacer ver
(las del silencio)
que todo es absurdo
y todo cae de una rama
y todo acaba en el pozo sin agua;
que todo es bello
precisamente porque tú estás allí para respirarlo todo
desde el aire de una montaña victoriosa
o desde una apoteósica colina
o desde el fondo del pozo derrotado en el que tú mismo te cavaste;
que la belleza no existe por si misma
sino que se filtra a través de los ojos
de tus ojos
y vive en todo lugar en el que la coloques
sea en lo feo
o en la desesperación
o en el aburrimiento
o en los ojos cerrados
o en el pozo sin agua
o en el canto de algún pájaro
o en la rama de algún árbol silenciado.
Y ese día regresas a tu casa
y regresas con hambre y sed
hambre y pura sed
puro hambre y sed
a sabiendas
de que siempre habrá algo que te nutra.