En el río siempre llegan los gusanos

Fue horrible ver morir al gato. Pobre gato. Allí, aplastado contra el suelo, como una parte íntegra de aquel hormigón armado. Fue horrible, pero tuvo que pasar. ¿Cómo sino podría haberme vengado yo, tan inocente que soy, de las pullas de mi hermano? Mi asqueroso hermano. No lo comprendo. De verdad. No entiendo por qué me vuelvo tan irascible en esos momentos -aborrecibles momentos- en los que pienso en él y vislumbro su cara, como una sombra tétrica, como una figura encorvada en un parco bosque, como un perfil bordeado por la luna llena; o cuando veo temblar su cicatriz debajo del ojo izquierdo mientras mastica el tabaco, y produce aquel chirriante sonido de sus dientes amarillentos al colisionar, como el acero de unos raíles de tren en invierno, como clarinetes desafinados. Peor aún, me duele la cabeza y me entra jaqueca cuando le miro a los ojos y no hallo fondo en ellos. Entonces es cuando recuerdo el chillido silencioso de mamá al caer al río, y la lúgubre mirada de aquel quien fue su asesino; de quien se dio  la vuelta y sonrió; de quien me impidió que saltara al agua, al agua indómita y cruel de aquel río invernal y cómplice que ahogaba a una enclenque madre. Lo más ominoso en esta vida: Una mirada descompasada; la mirada de un hermano enfermizo; el rostro de un enemigo que dice ser familia. Aquella mirada chapucera, aquella sonrisa indeseada y maleante pulula por mi vida y se apodera de mis bienes, de mis deseos, de mi espacio. Le deseo lo peor. Que se pudra. Sí. Que se pudra. O que lo siga haciendo, pues en mi imaginación él ya se pudre, como un trozo de madera vieja al fondo de este río bruto que nos encierra. Se pudre como lo hacen los lugares solitarios y húmedos como este. Se pudre porque me gusta verle pudrir, porque me relaja, porque me devuelve a la vida, al placer… Pero fue horrible ver morir al gato, igual de inocente que yo, igual de afable y cariñoso: Una víctima más; un oprimido más. Pobre. Inocente. Murió. Y aunque no fuese agradable he de admitir que tampoco me hirió demasiado en aquel primer momento. Algo en aquel acto terrorífico me liberó. Algo en mi cuerpo pesaba menos. Yo solo había obedecido. Había obedecido a mi instinto. No había sido yo, antes, aquel que era ahora. Ahora podía caminar tranquilamente. No hubo caricias. Solo sangre. Sangre por todos lados. ¡Por todos! Y a la pobre criatura se le salían los ojos como dos sucias burbujas, como a una rana de las del pantano pero engangrenada de sangre. Mucha sangre. Demasiada. Y la dentadura quedó destrozada, así como su cráneo, como las patitas, como el hocico, como mi alma. Pero tuvo que pasar y no pasó en vano. Aquel maldito asqueroso de mi hermano me había quitado lo último que me quedaba, lo único que me importaba en este mundo opaco y gris, en este universo inmundo, en este aborrecible lugar. Lo único. Él, con su poder, con su fuerza innata de hijo primogénito, con su potencia de Caín, con su maquiavélica e incorruptible sonrisa. Él, con toda la maldad, con todo el asco que habita en su sustancia, más desagradable que un saco de pulgas lo hizo. Él lo hizo. Él lo empezó todo. Él lanzó la foto de mi madre, de nuestra madre -¡De mamá!- a la hoguera aquel día, bajo la luna llena, junto al río, junto al bosque, junto a nuestro refugio de gélido hormigón; él, que levantaba la botella de cerveza del suelo para beber un último sorbo de aquel pis, de aquel brebaje de calor fermentado mientras sonreía cual hiena. Al despertar todo estaba lleno de escupitajos. Toda mi cara. Toda mi cara llena de babas, manchada de barro y rebosante de sangre. Y su sonrisa tan poderosa, tan lejana, se asfixiaba por su mera presencia y arrastraba consigo al desastre a su propia alcoholizada alma, desencantada con todo, trillada en pedazos y desechada por todos lados. Pero es verdad. Fue horrible ver al gato morir, en aquel lugar, habitáculo de recuerdos; en aquella estancia en la que solían jugar, mi hermano y aquel tímido animalillo; murió allí, el pobre, en su rincón preferido mientras descansaba, echado de un lado, soñando con algo, tal vez con cazar ratones, o pájaros y seguir viviendo; en su tierno descanso murió, aplastado por una cama irresistente, por un lecho viejo mientras dormía apaciblemente debajo de él, sin molestar a nadie, sin infligir penas a ningún ser, sin llevar la culpa de nada. Y el asesino, fui yo. Su amo. Su compañero. ¡Y tan horrible que soy! Lo traicioné. Ahora las lágrimas… ¡Si! ¿Pero antes? Ególatra y ruin. Sí. Lo soy. Porque… Yo lo maté. Y lo vi morir por aquel espejo al otro lado de la habitación. Lo vi morir y no me importó una mierda. Lo maté de un salto. Un salto sobre aquella cama que sabía débil. Un salto que duró un solo segundo. Un momento efímero. Bastó un breve impulso sanguinario y dejó de respirar. No hubo chillido. No hubo nada. Niente. No lo hubo. Solo se escuchó el ruido de aquella madera roñosa al romperse; aquella madera de la que mamá siempre nos alejaba. Aquella madera húmeda, podrida y rancia, como la expresión de mi hermano el mismísimo día anterior. Y ojala llore hoy como lloré yo ayer. Ojala se retire de este campo de batalla sin decir ni una sola palabra; sin vengarse si quiera con su puño de hierro; sin aplastarme a mí, contra el suelo, como suele hacer siempre. Ojala se vaya, y acepte su derrota, y acepte que ahora el poder esta en mis manos, en las manos de su victorioso hermano. ¡Que digo de hermano! ¿Hermano? Ni de broma. ¡En todo caso amo! Pero aquel bichejo ya no es de mi familia. Aquel ser no forma parte de mí. Nunca lo ha hecho. Siempre ha estado lejos, y siempre lo he alejado de mi existencia. Él siempre ha sido muy… gris. Todo a su alrededor se tiñe de aquella pintura incolora ante su mera presencia… Y el mundo, ya de por sí muy gris no necesita a más pintores monocromáticos como él, torturador, inseguro, endeble, crudo y romo maltratador de almas caritativas, maléfico y todopoderoso. ¡Ojalá se muera! Y si no se muere por sí solo lo tendré que hacer yo. Lo tendré que dejar tendido sobre este suelo templado con sus poderosísimas grisallas. Con sus uñas de fiera… De fiera derrotada. Joder. Pero fue horrible ver morir al gato, allí donde solían jugar con una cuerda; allí donde mi hermano le había construido una guarida a su criaturilla preferida. Pero la venganza fue justa. Sí. Lo fue. Tuvo que serlo. Él destruyó lo último que quedaba de mamá. Yo aplasté la última pieza, el último ente caluroso, el último resquicio de humanidad que quedaba en su vida, que vivía en su alma, tan fría e inerte, tan deshumanizada y bruta, tan primitiva. Y se fue. No sé si al cielo o a algún otro lado. Pero al suelo, seguro. Aplastado, con los ojos salientes, las costillas destrozadas, y sangre en todos lados: Roja, negra, oscura, plateada, intensa. Pronto llegarán los gusanos. Pronto. Aquí, junto al río, siempre llegan los gusanos. Le llegaron a mamá, le llegarán al gato, y ojala le lleguen pronto a mi hermano, tal vez por la nuca a causa de algún bastón, o en la espalda a causa de algún cuchillo, o en algún otro lado por algún otro arma. Siempre llegan los gusanos. Siempre. Llegan a este paraje gris, a este rincón indomable, a este refugio aburrido y tedioso. Llegan coloreados de verde y malolientes para traer color a esta casa. Para sacarme del gris. Para relajarme. Tranquilizarme. Expulsar mi ansiedad. Para darme un respiro y devolverme al placer de mi existencia. Fue horrible verlo morir. Fue horrible. Pero por fin puedo respirar. ¡Puedo respirar! Inspirar y expirar. Inspirar y expirar. Inspirar y expirar. Inspirar y… ¿Pero qué más podía hacer yo?

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