16 de Enero de 2018 (única entrada al diario):
El primer paciente que llegó hoy a mi consulta lleva una semana conmigo. Parece un descerebrado pero tiene algo de sabio. De los intragables, vamos. Voy a ignorar el código ético para explayarme un poco sobre aquel extraño carácter.
Se llama Mauricio, y lleva un bar en la calle Semprano, donde las escaleras barrocas y el puente de los suicidas esos. En realidad se trata de una zona muy agradable. Lo digo porque fui allí la semana pasada para informarme un poco, precisamente porque M. lleva viviendo allí toda su vida. Supongo que pensé que me ayudaría un poquito a descifrar el complejo engranaje apócrifo que parece tener aquel personaje en su cabeza. No ayudó demasiado, vaya. Incluso llegué a hablar con alguno de los transeúntes, por pura desesperación. En una ocasión pregunté por el Bar Ezequiel (que es así como se llama el bar de M., no me pregunten por qué. Supongo que tengo demasiada libertad creativa) y un anciano con barba de Unamuno y gafas de Trotsky me dijo que no había escuchado hablar de aquel bar en su vida. Le volví a insistir, por curiosidad, ya que tenía el aspecto de ser un auténtico madrileño nativo, y me extrañaba que no conociese el local de M. y, a mi sorpresa, el viejo reaccionó con nerviosismo. Me atrevería a decir, incluso, que estaba decepcionado consigo mismo. ¿Alguna paranoia?¿Algún trauma?¿Algún sueño roto?: Su rostro se colmó de pesadumbre -algo más profundo que la fosa de las Marianas, oye-, y de pronto, se fue, dejándome sólo con mi análisis: Un claro ejemplo de un trastorno afectivo. Tal vez distimia. Pero volvamos a la historia principal.
Fui ganduleando por las calles en busca de aquella maldita taberna, pero nada. Finalmente pasé junto a una plaza ovalada y me compré un helado de pistacho en una de sus heladerías (dónde sino). Sin lugar a dudas, me había rendido por completo. Aquel Bar parecía no existir. «Entre tantos pacientes -¡Ay Jesús!-, me tenía que tocar un mentiroso compulsivo. ¡A mí! ¡Que le jodan al universo!», eso es lo que pensaba mientras degustaba mi delicioso helado, allí sentado, en una de las clásicas sillas de plástico, de las cutres cutrísimas con Mahou escrito en la parte trasera.
Todo lo que les he contado hasta ahora es crucial para comprender al peculiar M. Cuando llegó hoy a mi consulta llevaba una chaqueta de pana que dejó con soltura en una de los percheros quejándose como una nena: «Ahg, que asco de curro». Y yo le respondí: «Ya te digo» mientras me encendía el cigarrillo. Entonces me miró, algo perturbado: «Perdona, tengo entendido que en este relato estamos a 2018 y no está permitido fumar en la consulta». Todo encajaba con mi premeditada estrategia: «¡Anda! ¡Un anacronismo!», dije.»No sé dónde tengo la cabeza. Dime, ¿En tu bar se puede fumar?». Empieza el espectáculo:
-Vaya Félix, empezamos bien eh, empezamos bien… Pues, no. No se puede fumar. Quiero decir, ya no. Antes se podía. Bueno, antes se podía de todo. Antes de Zapatero digo. Y no estoy diciendo que me disgustase. Me parece perfecto que exista esa prohibición porque, vaya, imagínate pasar todos los días rodeado de humo, Félix. Humo, humo gris, tóxico. Niebla de toxinas: Amoníaco, dióxido de carbono, monóxido de carbono, propano, metano, acetona, cianuro de hidrógeno, Félix, uno palma de esas cosas. No son sanas. En realidad, ahora que lo pienso, estoy bastante contento de que me hayan liberado de aquel suplicio. Pero no me pareció muy aceptable la forma en la que se llevó a término la ley antitabaco. ¿Sabes? Tuve que gastarme un dineral, primero en crear los dos habitáculos aquellos que, por legislación, permitirían que se fumase en un lado mientras que en el otro quedaría terminantemente prohibido. Luego tiré el peculio (un verdadero malgasto, en serio) en derrumbar la pared aquella que un año antes era tan obligatoria. Me cago en Dios. Cuánto dinero. Eso fue en… ¿2006? Nah, no sé. No fue un buen año. Pero irían a llegar peores. Tal vez fuera más tarde, porque para algunos establecimientos todo aquel pandemonio llegó más (…)
Voy a abstraernos un momento: Lo bonito de mi oficio es, sin duda, que no hace falta decir nada si se tiene la suerte de tratar con un verdadero loco. Este es el caso. Yo, tan tranquilo, saco mi libreta y me dispongo a dibujar paisajes, o retratos tal vez. A veces, incluso hago caricaturas de los pacientes, pero sólo si me caen mal. Por supuesto escucho. Vamos a ver, es ése mi trabajo. Pero cuando no me resulta trascendental me evado.
En el momento en el que se sitúa este relato sólo estaba esperando a que se callase, por lo que apunté una simple cosilla en mi libreta, debajo del dibujo de un rinoceronte blanco, no negro, es decir, no de los que se extinguieron hace pocos años. Digo blanco porque no lo coloreé. Eso habría sido demasiado curro: «Gran detalle», escribí. Luego seguí dibujando. M. también seguía a lo suyo, y lo estaba disfrutando. Tenía que detenerle:
-Oye, M. Cuéntame algo de tu vida, ahora. Quiero que me digas, más o menos, cómo es tu día a día.
«A M. casi le da un soponcio», apunté a continuación. Tenia la cara pálida. Hoy no se había afeitado bien el pelo de la nariz, por lo que se escapaba alguna que otra pelusilla por alguna de las fosas nasales cuando suspiraba. Estaba visiblemente perturbado por la pregunta, algo catatónico, con el cristalino perdido en algún lugar de la habitación durante algún largo segundo.
-Va. ¿Estás seguro que tenemos tiempo suficiente en esta sesión? Lo digo porque no se, tú también tendrás más pacientes, o tal vez otras cosas que hacer hoy. Y seguro que nos entra hambre, a estas horas. A quién se le ocurre. Tú tienes familia y eso, ¿no?
-Tenemos tiempo de sobra. Y luego llamo al Telepizza, no te preocupes.
-Hmm. Vale.
-Empieza, si quieres, por algunos pensamientos sueltos.
-No todo es fácil.
-Nunca lo he dicho.
-Ya pero algunos lo creen.
-Hmm… Yo no.
El ambiente se comenzó a enturbiar. Tendría que haberle preguntado por lo del tabaco.
-Cuando me levanto por la mañana pienso, la mayor parte de veces, en que le tengo miedo a la historia. Y…
Se quedó en silencio. No sé por qué.
-Sigue, sigue -le dije-. No te cortes. Es que me pican los huevos. ¿Puedo rascarme, no? No te importa, supongo.
En nombre del autor de este texto y de los 200 chimpancés que trabajan en el proyecto me disculpo con una profunda y dolida sinceridad por lo ocurrido. La producción ha decidido eliminar el texto final y proseguir con una hermosa censura:
-Sigue, sigue. No te cortes.
-Entonces suelo prepararme un café. No tardo mucho. Digamos, diez o quince minutos se pierden en el desayuno. Vivo solo. Siempre lo he hecho. A veces más, a veces menos. A veces estando solo, a veces estando acompañado. Entonces me voy al baño, me olvido de lavarme las manos y me voy al curro. No tardo nada. Está a dos calles.
-¿Y dónde se encuentra tu bar?
-¿Cómo?
-Tu bar, digo. ¿Dónde se encuentra?
-¿Mi bar?
-Si, joder, M. Tu bar. Donde se encuentra.
-Pero si yo trabajo en una consultoría de seguros.
-No jodas.
-Claro.
-Ah, vaya. Qué incómodo eres.
-Creo que me has confundido con Ezequiel, el que vino la semana pasada. Yo soy nuevo aquí.
-¡Anda! ¡Menudo descuido! Tienes razón, sí.
-Ja ja, ya veo ya. ¿Prosigo?
– Si. Continúa. Qué cosas. ¿Ezequiel es el de la barba de Pío Baroja no?
-¡No! Joder, Felix. Ese era el viejo transeúnte. Además, barba de Unamuno. ¡Y gafas de Trotsky!
-Ah si. Cierto…
-Maldita sea, estás mezclando muchísimas cosas. Y por cierto, eso que has escrito, que supuestamente dije yo sobre mi bar y la ley antitabaco y tal no lo dije yo. Ni en esta consulta ni en otra. Tuvo que ser Ezequiel. Estas hecho una mierda tío.
-Eso también es cierto. Aunque no hace falta ser tan desconsiderado, M.. Bueno, prosigue. Voy a seguir dibujando si no te importa.
-Vale prosigo. A lo que iba. Hay veces en las que pienso en pegarme un tiro con la escopeta de mi tío pero…
Volvamos a abstraernos un momento: Supongo que se habrán quedado un poco sorprendidos con este giro inesperado. Pero miren, yo no tenía planeado ningún final para esta historieta y me he quedado igual de atónito que ustedes. En verdad sólo comencé a escribir hoy porque tenía ganas de escribir un poco, y me gustaba la idea del diario de un psicólogo. Así que, si me disculpan, lo voy a dejar así. A la vez, por diversión, voy a teclear un poco más sobre mi teclado y ustedes pueden participar en la lectura si les conviene. Esto no es un régimen dictatorial, por si había que aclararlo, vaya. Váyase si no le apetece seguir aquí.
-Comúnmente tengo la sensación de que está cayendo la noche. Principalmente porque suelo salir del trabajo a eso de las ocho. A veces doy paseos, para relajarme un poco después del estrés de la oficina. Después de todas las llamadas y todas las consultas a uno se le van escapando las ganas de vida. Entre semana, mientras camino hacia el cementerio, recuerdo mi infancia. Recuerdo las lecturas junto a mi madre, las peleas con mi hermano antes de dormir, el sonido de mi padre afinando el contrabajo y las caricias de mis gatos. Suele ser entonces cuando prefiero seguir viviendo. A veces escribo poemas y hago otras cosas por puro aburrimiento. Pero estoy viciado a ellas. Soy un yonqui, estoy enganchado a estas cosas. Si uno me las quitara, tendría el síndrome de abstemia como con cualquier otra droga.
-Se dice ab-stinencia.
–Ab-stinencia. Pues eso. Al fin y al cabo, después de cada paseo me digo a mi mismo: «Sé que no quiero morir, eso está claro. El resto es incertidumbre». Adónde me llevarán los pasos que yo mismo camino me es imposible averiguar. Y no sólo eso. Adónde vamos. Aquello es lo que más me atormenta. Por eso le dije que le tengo miedo a la historia. En mi caso, cuando le tengo miedo a mi futuro, a mí vida y a la muerte, lo único que tengo que hacer es mirar atrás y pensar en mi infancia y en todo lo que la rodea: Mi familia, mis amigos, las enseñanzas de mis profesores, mis primeros mentores, la felicidad que habitaba en todo -incluso en los objetos inertes. Al pensar en aquello, me resulta más sencillo disfrutar de mi día a día, comprender mis actos, mi forma de ser, mi vida. Alivia la perorata autodestructiva que se gesta en mi cabeza hora tras hora, año tras año. Sin embargo, con nuestra historia no me pasa lo mismo. Mire atrás, por un momento.
-Estoy ocupado.
-Vale, pero piense por un segundo en lo que quiere decir ir a la guerra, luchar con otras personas, luchar por un futuro mejor. Intente comprender lo que significa tener que trabajar una jornada de 18 horas desde la infancia hasta la vejez. Claro, uno podría decir ahora que, aquello, alivia. Al fin y al cabo: ¡Somos unos afortunados! ¡La vida nos ha regalado el internet, el google maps, la renta mínima, el derecho a huelga, la libertad de prensa! Pero mierda, me parece traicionarse. La diferencia entre nuestra historia y la mía propia es que la mía es lineal, es decir, va a llegar a un fin, y la nuestra es cíclica. Vivimos en un sistema con una cierta capacidad de carga que ha de intentar adaptar los cambios dentro de la propia sociedad de alguna forma estable, que garantice la seguridad. Siendo cíclica, conoce, un progreso, sí. ¡Nos va mejor, sin duda! Y los romanos vivían de putísima madre para lo que era su época. Todo aquello que ocurre, es reminiscente de algo que ya ocurrió. Y no estoy haciendo un augurio de lo que vaya o no vaya a ocurrir. Solo digo que la historia es, en un vistazo general, cíclica. Eran unos afortunados. Temo a nuestro futuro. Nuestra soltura. Nuestra arrogancia. Nuestro horizonte incierto. ¡Nuestros pasos ciegos con los ojos abiertos! Lo digo poéticamente, porque parece que nadie me tomaría en serio si no. Está cayendo la noche. Los caminos se separan y se vuelven a juntar. Y también, le tengo miedo a mi sonrisa. Por algún extraño motivo. Supongo que será porque me estoy hartando de no poder admitir el rumbo que esta adoptando el mundo. Mi mundo. Mi querido mundo. Siento que está cayendo la noche. Sobre nuestros hombros. Estamos pisando como unos necios sobre la nieve virgen de una avalancha pasada. Caminamos sobre el polvo. Cimentamos el polvo pasado. Casi es como si nuestros sueños se estuviesen volando… ¿No cree? Joder. No sé que creer. A veces un vistazo al pasado es un alivio. Otras un tormento. Solo espero, Félix, solo espero que no nos lo estemos tomando todo demasiado a la ligera. Solo espero que haya algo detrás de todo este caos que es un misterio para nosotros, pero que tiene su sentido. Solo espero que haya políticos que parecen tontos, pero en verdad saben lo que hacen. Pero no me lo creo ni yo. Que un sistema se corrompa con el tiempo es natural. Ocurre y siempre ha ocurrido. Es necesaria la adaptación a los nuevos tiempos. Lamentable. Es lamentable, pues parece que está tardando demasiado. Y mientras algunos acumulan más que todo el resto juntos, se está hundiendo un continente entero al norte: Está perdiendo suelo una masa de hielo enorme. ¡Y hay quienes le buscan el beneficio! Lamentable. Yo, como trabajador en una consultoría de seguros estoy disgustado. Muy disgustado. Tengo hambre. ¿Que opinas, Félix?
-Creo que le falta color.
–Le ha quedado muy bonito.
-¿Verdad? ¡Es hermoso! Hmm… ¿Y el número del Telepizza cómo es, M.?
La consulta de hoy acabó con una comida deliciosa. Yo pedí una barbacoa cremosa y él una cuatro estaciones. Estoy muy orgulloso. A mí mismo me sorprende que me haya acordado tan bien de la conversación. Y el detalle. «Mucho detalle». Ahora sólo me queda averiguar quién es el Ezequiel ese del que tanto hablaba M. y tal vez aproveche este fin de semana para escapar a la calle Semprano. El helado de pistacho estaba buenísimo. ¡Muy recomendable!