Relojería Pedrero

Dieron las siete de la mañana cuando en la habitación de Joaco se entremezclaron los relojes y sus tictaques en melodías de lo más variopintas. El anciano no tardó en despertar. Primero un ojo, el derecho, para vigilar la situación desde el resguardo de su sábana. Luego el otro.

Hacía frío, allí afuera, al otro lado de las mantas y de los colchones, pero el precavido hombre contaba con una mesita de noche al alcance de la mano. Allí guardaba la ropa del día siguiente, plegada y recién lavada. Y justo delante de aquella mesita descansaban dos pantuflas, cada una con un calcetín gris, ambos de ellos bastante viejos —por lo que se podía observar en la poca elasticidad que les quedaba. La calefacción se hallaba —lamentablemente— demasiado lejos como para encenderla desde el reposo. Para ello tendría que levantarse, y de paso, comenzar con su rutina matutina. Preparar un té, ducharse con agua caliente el mayor tiempo posible, y acto seguido pasarse el aire caliente del secador, también el mayor tiempo posible, pero sin pasarse —porque se enfriaría el té.

Joaco se dió la vuelta para echar un vistazo a la ventana. «Lluvia…», se quejó. Las gotas chocaban contra la cristalera, y un pequeño soplido intruso se hacía paso por sus bordes.

Acabadas las 7:00 y comenzadas las 7:01 los relojes se recostaron para seguir durmiendo hasta la mañana siguiente. Ellos también seguían una rutina, pero opuesta. A las 7:00, cuando todo el mundo dormía, ellos despertaban. Era entonces cuando la gente se despejaba con ellos, pero una vez despiertos todos ya no tenían a nadie a quién despertar y por tanto nada que hacer. Por eso decidían descansar, y cumplir con la promesa de la siguiente jornada. Y mientras ellos reposaban, el anciano se levantaba entre agonías y sacudidas de frío para acercarse a la tetera, coger una taza blanca esmaltada y posar una bolsita de té de menta en su interior. Un poco más tarde —serían las 7:04— el suelo de madera crujía con las pisadas de aquel anciano friolero, que sin duda ansiaba una ducha cálida. Una vez dentro, el viejo siguió lamentándose: «Leches, me olvidé de poner la calefacción», pero ya no había escapatoria.

A las 7:16 comenzó a sonar la secadora. A las 7:24 se encendió la calefacción. El primer sorbo de té cayó un minuto después, junto al periódico abierto, la chacona de Bach y una mirada perdida por la ventana. Aquello del periódico era solo una pose. Tal vez leía, de vez en cuando, el titular, pero luego procedía al empanamiento. El típico empanamiento. Siempre le habían llamado empanado. Aquella era su quintesencia; en aquello se plasmaba toda su razón de ser. Sus ojos se ofuscaban de musarañas, sus párpados se relajaban, sus labios se dejaban caer, su respiración se complacía en silencio. Catatónico. Estático. Espejado. De vez en cuando recitaba alguna frase como un chacra, sin meditarlo, sin activar su cerebro. Simplemente decía: «9 muertos en la M40» mientras contemplaba la lluvia caer del tejado de algún vecino. Entonces, algo en su interior hacía clic. Clic. Un simple clic y de pronto se encontraba cómodo —tal vez incluso porque no se encontraba en ningún sitio.

A Joaco siempre le habían gustado los clics. No por nada se hizo relojero. Muy pronto, ya a los 17 años había heredado la relojería de su padre, en alguna calle de su pueblo, Zarzamora: Un pequeño asilo en la sierra madrileña, con tres conexiones de autobús cada diez horas y tres montañas-muralla. Allí apenas brillaba el sol. Sólo en verano. Pero en invierno, primavera y otoño llovía, y apenas se dejaba ver la luz del día entre tanta niebla y tanta llovizna. Y bueno, en aquella época, cuando Joaquín Pedrero contaba con solo 17 años aquello de la relojería analógica estaba bien cotizado, y el mal tiempo le ayudaba: La niebla tapaba el reloj del ayuntamiento. La escasa luz creaba confusión. Nadie habría sido capaz de decir qué hora era si no hubiese sido por Joaquin Pedrero, el relojero de la zona.

En sus primeros años vendía bastante, como su padre. En general los Pedrero habían sido conocidillos por su labor a lo largo de toda la sierra. Todos los «necesitados» de relojes y despertadores acudían a ellos; a la «Relojería Pedrero», como dictaba el letrero (muy original sin duda) en negro sobre blanco, a la entrada de la tienda. Pero con el paso del tiempo, el tiempo pasó de ser compañero de negocios a su mayor enemigo. El chivo expiatorio: Digitalización. Todas las maldades del mundo y todas las aversiones de Joaco en una sola palabra. Digital. En fin, se podría decir que aquello del tiempo había formado y seguía formando una gran parte de su vida.

Había invertido mucho tiempo en el tiempo.

«9 muertos en la M40», susurraba, absorto.

Alguien llamó al timbre. Dieron las 7:57. Se había pasado los últimos 32 minutos mirando al mismo sitio y susurrando la misma frase. Seguía abierto el periódico por la misma página.

Volvió a acomodar los pies en sus pantuflas, abrazó la taza con sus dos manos y comenzó a andar a paso de tortuga hacia la puerta. Entre tanto volvió a sonar el timbre, y cuando la llave había dado sus tres vueltas completas y la puerta se había abierto del todo, ya no había nadie.

«Vaya, otra vez», se dijo, dirigiéndose de nuevo a su silla y a las vistas del paisaje anodino.

Vivía solo, pero la casa estaba llena de memorias. También la mesa de roble, sobre la que descansaban un bodegón y un juego de vasos de cristal tintado seguía presente, seguía viva. Había huellas de humedad en algunas esquinas, firmas talladas y ligeras incrustaciones por toda la tabla. Uno de estos últimos casos incluye, por ejemplo, un «MF» tallado en el extremo de la mesa donde estaba sentado en aquel mismo instante, lo cual siempre había interpretado como un «María Fernanda». Pero nunca se había preocupado por averiguarlo. No conocía ninguna María Fernanda. Pero qué más da.

A los 20 años se había enamorado estúpidamente de Ana Jilguero, costurera. Pero aún más había amado a Julia Marcos, otra costurera, mejor amiga de la primera. Hubo conflicto de intereses, pero no fue ninguna de estas dos con quien se casaría. La elegida fue Rosa Pardos. Y juntos tuvieron dos hijos, Teresa y Julio, y éstos tuvieron otros hijos algún tiempo más tarde. Entre tanto la casa, y también la mesa seguían en pie, aunque no intactas. Muchas cosas habían cambiado. Primero la radio, luego la televisión de tubo en blanco y negro, luego la televisión de tubo en color, luego la pantalla plana. «Ahora hay algo que llaman bluetooth, pero no sé donde se compra eso». El sofá de cuero siempre estuvo cambiando de sitio, dependiendo del televisor. Lo mismo ocurría con las lámparas y las estanterías. Lo único que no había cambiado nunca de lugar era la enorme biblioteca que decoraba el salón, su lugar de empanamiento preferido. Sobretodo desde el accidente de Rosa. En la M40.

«¿MF?»

Maldita sea, ya tenía 79 años. Nunca había averiguado que significaba aquello. Sus hijos tenían familia. Su té estaba frío. Así que fue a la tetera.

«En general, he estado contento», se decía mientras tanto. Estaba dejando de llover. Al fondo sonaban los tictaques; le relajaba mucho escucharlos. Tenían algo mágico; algo anestésico. Ya desde su infancia le encantaba pensar en el ritmo de los relojes segun qué situación. Lo seguía haciendo. Cuando esperaba al autobús un domingo y cuando lo hacía un lunes. El ritmo era el mismo, pero algo cambiaba. Había prisa en el segundo. Demasiado estrés. Supuestamente entre tic y tac siempre hay un mismo espacio. El silencio dura lo mismo, aunque no lo parezca. Joaco nunca había entendido las prisas, mucho menos el estrés. Viniendo de una familia de relojeros, había aprendido a ser paciente y a escuchar y aprender del tiempo. Hacer caso al cambio. Algunos le malinterpretaban, como yo, llamándole empanado, cuando tan sólo tenía un ritmo distinto, más acomodado, más constante y permanente. No había ajetreos ni distracciones, porque las distracciones exigen del ajetreo para existir, y viceversa.

Se levantó de la silla de la cocina a las 8:34 para sentarse en el sofá del salón a las 8:35 y encender el televisor, ver los anuncios y dormir un poco más, a escondidas y en secreto, sin que los despertadores se percatasen.

«9 muertos en la M40», se dijo, encandilado. «MF». «Cuántas preguntas», susurró, sonriendo. Y sin quererlo, aquel día Joaco rompió su esquema. No terminó de beberse su té de menta, no apagó el televisor, no se dirigió a la biblioteca para leer, ni tampoco volvió a abrir los ojos.

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